14 de marzo de 2009

La Torre de Babel

Jehová se rascaba la cabeza y se sonreía: no cabía duda de que los hijos de Adán eran de lo más insólitos. Le daban muchos dolores de cabeza, pero siempre eran capaces de sorprenderlo. Ultimamente, por ejemplo, parecían haber aprendido a llevarse bien , y Jehová notó que cuando andaban todos juntos y sin pelearse, eran capaces de cosas notables.

Pasó un muchacho persiguiendo a una cabra que se le había escapado del rebaño.
-¡Muchacho!- Lo llamó Jehová.
El muchacho se quedó paralizado mirando a Dios, que estaba de pie, completamente bañado de sol y rodeado de fuertes vientos.

Cuentas más vueltas le daba al asunto, más ridiculo le parecía. ¿Así que pensaban construir una torre tan alta que llegase hasta el cielo? ¿No sabían acaso que el cielo estaba demasiado lejos para ellos?

Todos los días, en cuanto amanecía sobre la ciudad, Jehová se asomaba a espiar y veía miles de obreros rodeando la torre, pegando ladrillitos con brea, alisando las rampas y revistiendo las paredes con unos azulejitos tan brillantes que tenía que entornar los ojos para no deslumbrarse.

De modo que ahora se venía a enterar de que sus criaturas se ponían de acuerdo hablando y se las arreglaban muy bien solas y que a Él, a Él que era el Padre, el Creador, el Todo, a Él lo dejaban afuera... ¡Y ahora pretendían nada menos que llegar al cielo! ¡Llegar al cielo! ¡Y con una torre! ¡Ya iban a ver esos presuntuosos!

¡Ah, estos hijos de Adán! ¿Por qué no serían tan sencillos y tan dóciles como los camellos o las vaquitas de San Antonio, por ejemplo?

De más está decir que la torre de Bable nunca se terminó. No sólo no llegó hasta el cielo, sino que ni siquiera llegó a parecerse a uno de esos rascacielos de cincuenta pisos que hay en cualquiera de nuestras ciudades.

~ Graciela Montes

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